A mediados del siglo XIX el liberalismo desmantelaba el viejo sistema de caridad religiosa y particular del Antiguo Régimen (las cofradías), y lo sustituía por la beneficencia pública, concebida como instrumento de protección ante el riesgo social que representaba la pobreza y como medio de control y conversión de los pobres en ciudadanos útiles.
En España, el camino del asociacionismo, en su doble vertiente, asistencial y de cohesión social, estuvo jalonado de dificultades, y el derecho a asociarse no fue tarea temprana ni fácil. Hasta 1880 se aprecia un tratamiento claramente diferenciado de los anhelos asociativos, de tolerancia con aquellas formas tildadas de inofensivas (socorros mutuos, beneficencia, cultura-instrucción), y de represión de las sospechosas de alterar el orden vigente
La constitución de 1837, reinando Isabel II (1833-1868), no consagra los derechos políticos de asociación y reunión, y en la de 1845 ni siquiera se alude a ellos.
La Real Orden Circular de 28 de febrero de 1839 autorizando la constitución de asociaciones de socorros mutuos ha quedado como un hito en la historia del asociacionismo en España, aunque sólo avalaba la constitución de manera muy restringida y sujeta a la inspección de las autoridades civiles, de un modelo exclusivo de asociación, la de socorros mutuos (...) definiendo como tales “las corporaciones cuyo instituto sea el auxiliarse mutuamente en sus desgracias, enfermedades, etc., y el reunir en común el producto de sus economías con el fin de recurrir a sus necesidades futuras”.
El mutualismo es una de las respuestas de los sectores sociales productivos a su precaria condición, y se articula en torno a la solidaridad de sus miembros(...). Surge ante el abandono de los poderes públicos, e intenta regular un seguro elemental contra la enfermedad y el paro, pero también constituye el embrión del movimiento obrero y una forma de canalizar la resistencia política y sindical.
Aunque su vida es corta, puesto que se suspende por Real Orden de 25 de agosto de 1853, a su amparo surgen sociedades de socorros mutuos, como la Asociación mutua de obreros de la industria algodonera de Barcelona, disuelta en 1841 tras publicar un manifiesto en dicha ciudad, el 8 de diciembre de 1840, demandando la implantación del seguro de enfermedad y paro forzoso. Estas asociaciones, verdaderos embriones de los sindicatos modernos, sólidamente estructuradas y guiadas por la solidaridad, resisten y sobreviven de forma soterrada tras su disolución oficial por las autoridades moderadas en 1845. (1)
En la década moderada del general Narváez (1844-1854) lo importante era la disciplina. Daba igual solucionar los males, lo imprescindible era que dentro del orden, haya un poco de pan y toros; iluminaciones, fiestas de Carnaval, paseos por el Prado, Cúchares y el Chiclanero en los ruedos, grandes procesiones... Pero no se moderniza el Estado, ni la vida ciudadana; la Constitución de 1845 es todo lo contrario. (2)
Durante el bienio progresista (1854 a 1856), el capitán general de Cataluña suprimió en 1855, de un plumazo, todas las asociaciones obreras excepto las de carácter filantrópicas o de socorros mutuos bajo el control directo de la autoridad local, con el objetivo de conservar el orden público amenazado por la huelga de las sociedades obreras catalanas ante el llamado “conflicto de la media hora”.
“Los términos en que se planteaba el conflicto eran simples. Desde primeros de mayo de 1856, cuatro fabricantes habían impuesto a sus obreros hiladores que, aparte de las doce horas de lunes a viernes y las nueve horas los sábados, trabajasen media hora más el sábado por la tarde en las semanas en que había habido algún día festivo además del domingo. Los hiladores se negaron y fueron despedidos. Poco tiempo después, otros trece fabricantes imitaron la exigencia de los cuatro primeros... Los patronos exigían cincuenta y siete horas y media, y los obreros se negaban a la imposición de esta media hora suplementaria”. (3)
Las terribles condiciones laborales de las regiones industrializadas como Cataluña y las provincias vascas no eran menores en el resto de la España agraria. El trabajo, de sol a sol, y mantenidos. Los niños comenzaban a trabajar a los cinco años con jornadas de doce horas y las niñas eran empleadas de hogar a partir de los ocho. Tardará aún cincuenta años (1904) hasta que se promulgue la ley de Descanso Dominical. La educación escolar era casi inexistente, la explotación estaba generalizada en todo el país, a la falta de trabajo se unían a las grandes dificultades para poder sobrevivir. Las guerras coloniales exprimían las arcas del Estado y el derrame de vidas entre los soldados de quintas, que no podían pagar un dinero para librarse y con eso costear un reemplazista para no ir a la guerra, era dramático para la subsistencia de las familias.
También en 1856 se amotinaron varias ciudades de Castilla y León debido a la carestía de la vida y el elevado precio del pan y otros alimentos de primera necesidad provocado por la falta de previsión y el acaparamiento especulativo de los fabricantes y comerciantes de grano. Palencia, Valladolid, Rioseco, Benavente, Astorga, Salamanca y Burgos se levantaron contra el hambre y la miseria, obteniendo por respuesta la represión, fusilamientos y ajusticiamientos públicos. Entre los sublevados se encontraban varias mujeres, de las cuales algunas fueron procesadas y tres ajusticiadas en el patíbulo a garrote vil, una en Valladolid y dos en Palencia. (4)
Las organizaciones obreras fueron perseguidas y sus representantes encarcelados o desterrados.
En 1864 se crea en Londres la Asociación Internacional de los Trabajadores, la I Internacional, cuyos fines eran examinar los problemas de la clase obrera y proponer líneas de acción. Marx, Engels y Bakunin abren un camino reivindicativo que se extiende por toda Europa y el resto del mundo.
Los miembros de la Internacional dirigieron una gran campaña por una legislación laboral más progresiva: exigieron una jornada de trabajo más corta y condenaron el trabajo nocturno y todas las formas de trabajo perjudiciales para las mujeres y los niños. (5)
En España los gobiernos conservadores dieron lugar a una dura represión contra el asociacionismo obrero extendido por todo el país. Las grandes confrontaciones sociales matizaron la fase final del reinado de Isabel II.
En junio de 1869 se promulga la nueva Constitución: Monarquía parlamentaria, soberanía popular, sufragio universal masculino, reconocimiento de las libertades individuales... Se inicia la búsqueda de un rey con la oposición de republicanos y carlistas (que inician un nuevo levantamiento, la III Guerra Carlista). Finalmente en 1870 es elegido por las Cortes el candidato propuesto por Prim: Amadeo de Saboya, pero el asesinato del General Prim, deja al rey electo sin apoyos. Entre 1871 y 1873 la inestabilidad política es tremenda: En las Cortes, los partidos de oposición torpedean la labor de seis gobiernos. El Rey abdica en febrero de 1873, se proclama la I República, que es minoritaria entre los españoles. En solo un año tendrá cuatro Presidentes (Figueras, Pi i Margall, Salmerón y Emilio Castelar), que se enfrentarán a levantamientos cantonales, insurrecciones y golpes de estado militares. El general Pavía entró a caballo hasta el hemiciclo de las Cortes para apoyar a Castelar, que no queriendo estar en el poder por medios no democráticos, dimitió. En diciembre de 1874 el general Martínez Campos se pronuncia en Sagunto a favor de la “restauración” en el trono de la monarquía, consiguiendo la vuelta de Alfonso XII gracias al trabajo realizado por Antonio Cánovas del Castillo.
La restauración de la Monarquía de 1874, al frente de la cual figura Cánovas, pone fin a la revolución burguesa iniciada en 1868, superada por la marea popular e insegura de sus propios objetivos. Este aparente fracaso servirá para apuntalar el sistema de dominación burgués y marginar del orden político al movimiento obrero organizado.
El Real Decreto de 10 de enero de 1874 disuelve la sección española de la Internacional, porque atenta “contra la propiedad, contra la familia y demás bases sociales”. Tres años antes, la Comuna parisina había significado para la burguesía española el descubrimiento de un enemigo nuevo y amenazador: la clase obrera organizada.
El sistema restauracionista es legitimado desde diversas instancias sociales con una nueva mentalidad positivista y con la aprobación de la Constitución de 1876, que afirma el orden social y el desarrollo económico que afecta a los sectores conservadores. Frente a las antiguas tendencias progresistas, idealistas y románticas, las miradas se vuelven ahora hacia el lema de “orden y progreso”. La economía española vivirá un período de fuerte expansión entre 1876 y 1886, gracias también a la coyuntura internacional. Pero no pueden ignorar la existencia y el factor que juega la clase obrera.
Los gobiernos europeos, inmersos en procesos de industrialización, pondrán en marcha comisiones informativas para la confección de estudios sobre las condiciones materiales y morales de la clase obrera, respondiendo al interés de la nueva clase dominante, la burguesía, por el control de las actividades de la clase proletaria.
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